Aprovechando los días he decidido aceptar una invitación de dos amigos catalanes, Lluis y Marina, para asistir, desde fuera ya que ni soy catalán ni resido allí, a la asamblea de la CUP. Lluis es electricista y Marina es ginecóloga. Nos conocimos hace unos años en Cuba. Los dos residen en Sabadell, el lugar donde se celebró la asamblea de la CUP. Así que cuando me hicieron la invitación la respuesta sólo podía ser sí o sí.
No voy a hablaros de lo vivido, de cómo una militancia ejemplar asistió y dio forma a la razón de ser de una organización asamblearia que debería ser un ejemplo para todo el Estado español (España, para otras latitudes). Mi hija, con sus 18 años, se pasó los dos días con los ojos como platos ante lo que veía. Todos sus amigos tontean con Podemos, todos sus amigos -menos una que optó a última hora por Izquierda Unida- votaron a Podemos. Ella decidió no ir a votar. No sólo por las conversaciones en casa, sino por su propio criterio. Se leyó los programas, se tragó los debates electorales, se lo pensó hasta el último momento y decidió que no. Así que el ir a la asamblea de la CUP era obligado. No se ha arrepentido de ello.
Es sabido que la asamblea en la que se trasladó a la militancia la decisión sobre si aceptar el acuerdo con Junts pel Sí e investir a Artur Mas como president de la Generalitat terminó con empate. Literal, 1.515 votaron por el no y 1.515 votaron por el sí. Y aquí tenemos a toda la carcundia hablando de ello. Los epítetos se reproducen y van desde ridículo a esperpento o pucherazo. Eso los más finos, sin faltar los insultos, las referencias a las vestimentas o a los cortes de pelo. Los medios de propaganda son geniales, Pero lo que subyace en todo ello es el vértigo que siente el sistema ante un ejercicio irreprochable de democracia. La CUP pone a todo el mundo ante el espejo.
Se ha dicho que eso no es moderno, que se pone en manos de "unos centenares de militantes" algo que debería contar con el apoyo de "los partidos tras unas elecciones representativas con millones de votantes"; se ha dicho que Catalunya (Cataluña, para otras latitudes) está en manos de una "hueste de anticapitalistas que pretenden destruir el sistema"; en definitiva, se ha dicho de todo.
Que una organización como la CUP tenga en su mano el futuro de Catalunya, y el del Estado español, es lo relevante. Por eso todo el mundo siente vértigo. Vértigo ante las decisiones populares que han demostrado hasta dónde llega el sentido de una organización que sí propugna lo que dice. La militancia ha hablado, mitad y mitad, pero no hay fractura ni la habrá, como muchos esperan. Podemos cree que pescará en las aguas, dicen revueltas, y plantea unas nuevas elecciones. Lo dicen ahora, antes se opusieron. Piensan que recogerán tantos votos como los conseguidos en las elecciones generales en el Estado español del 20 de diciembre, pero aquí no participó la CUP. Tal vez reciban votos de la socialdemocracia y puede que de una minoría de los anticapitalistas. En la CUP no hay miedo ni a las elecciones ni a los resultados: si se sube, bien; si se retrocede, a reconstruir.
Lluis y Marina votaron en la asamblea, nosotros mirábamos. Lluis y Marina optaron por el no. Ante el empate no salieron decepcionados, sino todo lo contrario. Ellos, como muchos otros, no quieren un pacto entre élites y creen que la CUP ha cedido demasiado en las negociaciones con Junts pel Sí en cuestiones estructurales de su programa -la desconexión de la dictadura de la deuda y las multinacionales de la Unión Europea, o con la OTAN y el FMI, por ejemplo- para optar por un acuerdo de mínimos que, aunque cuestionan algunos privilegios de clase, no forman parte de los acuerdos fundacionales de la CUP.
Lluis y Marina anteponen los intereses de clase a otro tipo de cuestiones, creen que Mas y quienes le apoyan se han visto obligados a asumir la ola popular pero que, en realidad, lo que va a hacer es controlar con mano de hierro a todos los agentes verdaderamente rupturistas. Aquí se ha encontrado con la CUP.
Ni qué decir tiene que la CUP tiene que hacer frente cada día, cada hora, a una enorme campaña de presión, con insultos y amenazas, para que dé su brazo a torcer. Si tras el empate de ayer la CUP decidiera finalmente votar el acuerdo con Junts pel Sí e invistiese a Mas quedaría inserta en el proceso político hegemonizado por la burguesía. Se convertiría en algo así como una vertiente izquierdista a la que hay que tolerar siempre que se la tenga controlada. Tipo Podemos, en realidad.
Por eso es relevante la asamblea de ayer, porque con la votación, aunque terminase en empate, demostró que hay mucha gente que resiste y lucha, que no tiene miedo y que quiere ir más allá, que quiere desbordar el proceso y enfrentarse abiertamente a la derecha, en todas sus expresiones -incluyendo las modernas- en la defensa de un proyecto de sociedad que responda a los intereses de la clase trabajadora y el resto de clases populares, así como también dentro del marco independentista que va más allá de Catalunya, hacia los Países Catalanes.
Es un momento trascendente y decisivo porque se libra un doble pulso, contra el Estado y contra las clases dominantes, catalanas en primer lugar. Es lo que Lluis y Marina dijeron. Espero que la CUP opte finalmente por el no. Aunque no me importaría a volver a Sabadell a intercambiar opiniones con mis amigos en caso contrario.
El Lince
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